DOMINGO, 31 DE MAYO DE 2020
CAJACAY : 31 DE MAYO DE 1970
POR LIVIA PADILLA VÍRHUEZ
31 DE MAYO DE 1970 EN CAJACAY
Ese domingo de sol y cielo azul en Cajacay, tan pronto tomamos desayuno en nuestra casita de “cinco esquinas”, ubicada entre los jirones Daniel Alcides Carrión y Bartolomé Herrera, mis padres, Estanislao y Valeriana, salieron rumbo al cerro Corona Punta llevando en brazos a mi hermanita Liliana de tres meses de nacida. Fueron a cosechar papas a Cachirpayoc, yo me quedé en casa limpiando el horno y acomodando los costales de harina con mi abuelita Lorenza y mis hermanos Abelardo, Elina y Gudelia, para la labor de labranza de panes en la madrugada del lunes.
Después del almuerzo fui a visitar a mi hermana Dina que era casada. Ella me envió a traer agua de la pileta del parque (plaza de armas), frente a la iglesia de San Agustín; las casas de Cajacay no contaban con servicio de agua potable, de repente alguna tenía. No retorné a la casa de mi hermana, pues una fuerte sacudida lo impidió a poco de llenarse el balde. Una niña pequeña de vestidito floreado, sombrero de paja y zapatos blancos, acababa de irse llevando una jarrita con agua. La campana de la iglesia tañía sola o quizá fue mi imaginación, no lo sé realmente. No podía mantenerme parada, parecía que la tierra se iba a abrir bajo mis pies y caí de rodillas implorando a la Virgencita, junto a una señora de traje negro que murmuraba atónita “Es el fin del mundo, el Señor nos está castigando por nuestros pecados”. Cuando cesó el terremoto, dejando el balde en la pileta, empecé a caminar aturdida, como zombi. Estaba tan desorientada que perdí el rumbo al ver personas corriendo desesperados por todos lados, unos pedían auxilio preguntando por sus seres queridos, otros estaban fuera de sí, sólo veía escombros a mi paso, las construcciones de adobe con techos de barro endurecido y tejas se habían desplomado, convirtiendo las calles angostas en trampas mortales, igual los montículos de deshechos en el interior de las viviendas rústicas, Esa tarde dolorosa nadie resultó indemne, todos resultamos afectados en Cajacay.
Mi abuelita y mis hermanos protegieron sus vidas en el centro del patio de la casa, abrazados, llorando y rezando por todos nosotros. La mayoría de las casas del vecindario se cayeron como naipes. En cuanto terminó el terremoto fueron a la casa de mi hermana Dina caminando sobre los destrozos y no me encontraron, preocupados emprendieron la tarea de búsqueda. Horas después mi papá me encontró a la salida del pueblo hasta donde llegué llorando, casi asfixiada por la polvareda. Había perdido una de mis sandalias en el trayecto, mi pie descalzo estaba sangrando bastante, pero no me dolía nada. Mis padres, cargando a mi hermanita Liliana, habían retornado con apremio a Cajacay ni bien paró de temblar la tierra, dejando en Cachirpayoc la papa cosechada.
Recuerdo que cuando llegué a mi casa de la mano de papá no lo podía creer, mi casita nueva de dos plantas, con balcones de madera y tejado rojo, que mis padres habían construido con tanto esfuerzo no existía. Sólo quedó un amasijo de tierra, piedras, maderas y tejas rotas. El horno, los costales de harina que horas antes habíamos acomodado, así como los instrumentos de labranza estaban sepultados. Prácticamente nos quedamos con lo que teníamos puesto encima.
En cuanto mi papá me dejó junto a la familia en el centro del patio, se fue como alma en pena hacia Vinuc, distante a unos kilómetros de Cajacay donde vivían sus padres José y Cristina. Retornó entrada la noche, felizmente mis abuelitos estaban sanos y salvos. En ausencia de mi papá improvisamos una carpa en el patio con frazadas, colchas y palos que rescatamos del escombro. Junto a la carpa mi mamá hizo un fogón y cocinó en la única olla que quedó intacta, con los pocos alimentos que encontró entre los restos de la cocina y la tienda. Conseguir agua de la pileta del parque resultó una proeza, la cola era interminable.
Esa noche ninguna de las mujeres que ocupamos la carpa durmió de un tirón, ni siquiera mi hermanita Liliana, las réplicas del terremoto eran seguidas, llenando de sobresalto a todos. Mi papá y mi hermano Abelardo pasaron la noche recorriendo las calles del pueblo, apoyando la búsqueda y el rescate de heridos y cadáveres. Poco antes del alba concilié el sueño, pero sólo unas horitas. Al despertar salí de la carpa, sería las ocho de la mañana, todo estaba oscuro, un manto negro de polvo impedía el paso de los rayos solares, así estuvimos varios días. Al día siguiente lunes primero de junio, y sin dormir toda la noche, mi papá y Abelardo fueron a Cachirpayoc para traer la papa cosechada y paliar el hambre de la numerosa familia. Durmieron unas horas, se asearon, comieron algo y con la misma continuaron socorriendo a los paisanos, y así se sucedieron todos los días. Mi mamá y mi abuelita Lorenza hicieron lo propio en casa, como dos abejitas laboriosas, alejando los escombros con sus manos. Estos bellos ejemplos de vida de mis padres, de mi abuelita Lorenza y de mi hermano Abelardo, constituyen las partes más gratificantes del legado de cada uno de ellos. Que Dios Padre Todo Poderoso los tenga en su gloria.
Todos los sobrevivientes trabajaron como un solo puño para rehabilitar el pueblo. Un admirable sentimiento de solidaridad despertó en Cajacay de mi niñez aquel terremoto que desencadenó angustia colectiva. Frente a esta dura prueba nadie se quedó con los brazos cruzados, ni mirando de reojo la desdicha del vecino. El cataclismo infernal no doblegó a ningún ser humano que quedó de pie; por eso lo mejor de Cajacay es su gente, sobre todo los que se salvaron de milagro; de ahí que, a cincuenta años del terremoto renovemos nuestro homenaje a todos los cajacaínos, que sin reparar en el dolor propio ni familiar, tampoco en las limitaciones materiales por el desastre y la fatiga extenuante, acudieron al auxilio de los demás sin temor a perecer aplastados por una viga desprendida o una pared a punto de caer. Gran temple espiritual de nuestra raza que reconforta el ánimo de todos los que vivimos la tragedia en carne propia.
Nunca olvido la imagen de la plaza de armas, llena de cadáveres trasladados de diferentes lugares del pueblo. Uno de los cadáveres era de la niña pequeña de vestidito floreado que vi segundos antes del terremoto en la pileta, tenía los ojos abiertos y no llevaba su sobrerito de paja ni sus zapatitos blancos. Lloré al verla así, pues pude ser yo aquella niña, si el balde se hubiera llenado de agua unos segundos antes del terremoto. No era mi hora. Gracias Dios mío.
Escuchar los motores de los helicópteros dos días después del terremoto eran anuncios de buena nueva para el pueblo de Cajacay, pues en breve caería del cielo ayuda humanitaria. Los niños salíamos corriendo tras los bultos. Tenía en aquel entonces 11 años.
Los Olivos, 31 de mayo del 2020
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