miércoles, 21 de agosto de 2024

LUCHO ALBITRES : CAZADOR DE FIGURAS , Por ALBERTO ALARCÓN

 

LUCHO ALBITRES: CAZADOR DE FIGURAS


Por ALBERTO ALARCÓN

Como un homenaje al poeta peruano ALBERTO ALARCÓN,  escritor, editor, crítico literario y de arte, quien conjuga brillantemente la poesía con la prosa, es un honor sacar a luz un espléndido texto, fruto de su inventiva y creatividad.

Bastante transparente es la verdad, ante las obras de arte, como ante los libros, los espectadores, asimismo los lectores, asimilan, comentan o expresan, lo que ya ellos disponen en su interior. Desde luego bulle en su mente algo parecido o asociado, al contacto con lo nuevo.

Es decir, en esta interrelación coexiste una simbiosis intercultural altamente proteica e interactiva, desde el punto de vista artístico y estético.

La publicación de este ensayo, por su jerarquía estilística y penetración psicológica, amén de su linaje estético, va en honra y difusión de la trascendencia literaria de ese gran poeta y escritor peruano, ALBERTO ALARCÓN, nacido en la ciudad de Piura y afincado actualmente en la ciudad de Trujillo. 

En realidad, en este texto podemos admirar el vuelo creativo, aludiendo extasiado al Aleph de Borges, conun estilo fastuoso, la creación de un poema sinfónico, a partir de un alucinado vistazo a obras pictóricas que inspiran en este egregio poeta la escritura de una colorida y larga canción. Los vasos comunicantes entre Arte y Poesía, por este magnífico ensayo nos enteramos, que son múltiples y esplendorosos.                                                                                   Luis Albitres Mendo


                                                                       
                                                                          Yawar Fiesta 1


“A Lucho Albitres lo conocí en un sueño. Lo vi en un firmamento jubiloso y enmarañado, bajo flores que él había inventado y frutas combas y fulgurantes que emergían entre los cordones azules de una lluvia sin agua. No tenía rostro, era una mano con alas que pegaba trocitos de papel con la delicadeza y la maestría de los querubines ebrios. Era un duende de luz, un gnomo que sabía los secretos de las galaxias, una salamandra enamorada de su propio fuego, un niño sin razón, anudando sus delirios en las astas de toros encabritados o entre los trajes de diablos danzarines. No estaba en ningún lugar de ese sueño, o mejor dicho estaba en todos los puntos del mismo: inubícuo, omnipresente, repartido en los ritmos oscuros y las lácteas claridades de un universo que se movía según su voluntad.

Ese sueño ocurrió en 1992, en Trujillo, una noche que desde entonces se llama “Los Colores de la Euforia”. Pasó algún tiempo para que el duende bueno se volviera realidad. Una noche de poesía y vino a que nos convocó un poemario de Carlos Garrido Chalén, lo vi de lejos y nos acercamos a saludarnos sin palabras. No era necesaria ninguna; los dos sabíamos que, entre las tantas cosas que hemos venido a hacer en el mundo, estaba ésta, la de reconocernos como se reconocen los pájaros en la oscuridad, la de encontrarnos como se encuentran el río y el mar en ese abrazo sin nombre de las bocanas donde el rocío tiene la epicidad de las batallas y los peces se embriagan en los himnos de la vida.

Lucho Albitres no aprendió en la Academia los asuntos del arte. Se lo enseñaron las retamas, los cerros legendarios, el mojado pasto y los bueyes serenos de su Cajamarca natal. Algo del cauce de los perolitos, de los vientos que se agitan en la cima del Santa Apolonia, de la disparatada armonía de las cuevas de Otuzco, algo de todo eso está en sus tintas y en sus trabajos de collage. En cada uno de sus cuadros vibra el elán de un infante que juega, un elemental egureniano que hace que las líneas y los colores nos lleven a la irrepetible playa de la infancia, allí donde varan pequeños troncos oscuros que bien pudieran ser caballos, candelabros, seres humanos o insectos de otro mundo. Sus ojos encandilados no hallan en la realidad sino pretextos para encontrar en cada cosa el aroma de la arcadia perdida. Así, sus flores son motivos para poner al tope su hiperestésico sentido de la libertad; esas frutas prodigiosas lo son para jugar con todas las posibilidades del color, las cuatro estaciones para hacer con ellas lo que hizo Vivaldi, convertirse en un pastorcito que las mira sucederse entre la vigilia y el sueño; los carnavales cajamarquinos para ejecutar locuras a lo Miró o poner los colores en movimiento como en los cuadros de Boccioni.

Nada escapa al espíritu lúdrico de Lucho Albitres, ni siquiera la muerte;  ahí está si no su Yawar Fiesta, el de la tragedia arguediana, pues no le interesa la lucha existencial entre el bien y el mal; es el regusto de la pelea misma, el fárrago de los colores, el bullicio de la vida y la muerte vistos con ojos de inocencia, entre las aparatosas avellanas  de la fiesta popular.

¿A qué niño no le place llevarse a casa un poco de revistas que halló botadas en un papelero? Así nacieron los collages de Lucho Albitres. La mayoría de ellos recortados pacientemente de las revistas que obsequian los propagandistas médicos. De allí salen sus atmósferas barrocas, sus insinuaciones humanas, sus flores delirantes y sus frutas que trajinan por un cielo confuso de caminos. No obstante que la figura surge tácita o sugerida en sus cuadros, yo no diría que la pintura de Albitres es figurativa o semifigurativa. Siento que en ella predomina el furor del sueño, las quimeras de un peregrín  fabulador y, por lo tanto, su intención es surreal, onírica, de un lirismo que se agosta para sacar de la nada el movimiento y el color. Será por eso que Lucho Albitres quema incienso en los altares de los impresionistas franceses, de Picasso, Marc Chagall, Miró y entre los peruanos para Vinatea Reinoso y ese demonio con ojos de ángel que se llamaba Sérvulo Gutiérrez.

En esta rayuela pictórica de Albitres, el juego consiste otra vez en alcanzar el cielo, también con una piedrecilla en la mano y empezando por la tierra. No es una pintura de evasión, de torremarfilismo. Si miras bien, en estos cuadros está el hombre, pero no en su corporeidad, ni en su razón, pues al fin y al cabo, éstos son elementos prescindibles. Está el hombre en su orto, en su estación primigenia, allí donde la contemplación y el asombro son el único lenguaje que nos comunica con Dios”.

                                                                                                               Trujillo, invierno de 1993

                                                                             Yawar Fiesta 2


                                                                               Yawar Fiesta 3





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