EL BRILLO DE LA VERDAD TRASCIENDE LOS SIGLOS Y SALE A LUZ LA RESISTENCIA DE LAS MENTES PRECLARAS: RESARCIR LA JUSTICIA
Por ABUNDA LAGULA (TANZANIA, ÁFRICA)
Impactante Discurso al recibir el Premio Nóbel de Literatura 2022 en Suecia
(20 del 02 del 2022) (Traducción y Difusión: Marcelo Colussi)
Recreación de lo que podría haber
sido un discurso que evoca a los pronunciados por los grandes revolucionarios
africanos del siglo XX.
“Acepto su blanco premio sólo a condición que
ustedes reconozcan en público que con un Premio Nobel dado a un negrito no se
está resarciendo la infamia histórica.
Como no sé mucho de formalidades –ni
pretendo saberlo– saludo y agradezco por igual a todas y todos los presentes.
Es para mí un honor estar hoy aquí, delante de tanta gente distinguida,
sabiendo que el mundo entero está viendo esta ceremonia. Espero, por tanto, no
defraudar a nadie con estas humildes y breves palabras que, por fuerza, debo
pronunciar. Si defraudo, espero que no sea demasiado. Y en el peor de los
casos, si defraudo demasiado, espero sepan perdonarme. Por último, el Premio
está ya otorgado, y eso demostraría que fue un error concedérmelo, como yo
efectivamente pienso.
No sé si en verdad
me merezco tan alto galardón. En lo personal, creo que no. Me atrevo a pensar,
incluso, que efectivamente fue una equivocación. Yo, como tantas veces lo he
dicho, no soy un escritor; muchos menos, un escritor genial que se merezca esta
distinción.
Quiero empezar mi
discurso excusándome si no puedo expresarme con toda la soltura y belleza que
se esperaría lo haga un Premio Nobel de Literatura. Sucede que mi lengua
materna no es el inglés, sino el suahili, idioma que hablé toda mi vida con
mucha mayor propiedad, desde mi aldea natal en la selva hasta el día de hoy. Si
he escrito en la lengua de Shakespeare –con todo el perdón de los clásicos
puristas británicos– eso se debe a la herencia que la Reina de los Mares nos
legara, a partir de la intromisión que tuvo en nuestro continente.
¿Ustedes se
imaginan a la Reina de Inglaterra o al Presidente de la Cámara de los Lores
hablando suahili? Yo, realmente, no. ¿Y por qué yo tengo que hablar en inglés?
¿Por qué hoy tengo que llevar este –perdónenme por el epíteto– estúpido traje
negro y este –para mi gusto al menos– ridículo moño? ¿Usaría el Primer Ministro
británico nuestros trajes típicos para alguna de nuestras ceremonias?
De todos modos, no
quiero insistir con esta cuestión de las presentaciones: hablo en inglés,
pobremente quizá, y uso un traje que me resulta incómodo. Pero no deseo
extenderme en este aspecto sino excusarme, en segundo término, por mi falta de
información. No podría, ni remotamente, lucirme con una parafernalia de datos
sobre la historia y la situación actual de mi país: Jamhuri ya Muungano wa
Tanzania –mi raza, mi continente– como lo hiciera en una ceremonia similar mi
–me provoca cierto nerviosismo pronunciar la palabra– “colega”, el también
galardonado con este premio, el latinoamericano García Márquez.
En ocasión de
recibir su premio, aquí mismo, hace ya años, asombró a todos con una pieza
oratoria tan llena de datos, tan rica en información, que creo le podría valer,
ella misma, otro premio. No, yo no dispongo de todo ese saber. Sé que vengo de
un lugar pobre, uno de los lugares más pobres del planeta, con más hambre que
otra cosa, pero no podría abundar en precisiones al respecto. Ahí están los
informes de Naciones Unidas para eso.
Créanme: no soy
escritor, no me tengo por tal. Fui en mis años juveniles, igual que otro
colega, también ganador del Nobel –Saramago, el vate portugués– cerrajero. Si
fuera un lírico, un exquisito maestro de las letras como lo es él, podría decir
que ese juvenil oficio me permitió, años después, abrir los cerrojos del
espíritu humano. Pero no, los defraudo. Creo que sigo siendo, de alma, más
cerrajero –y mecánico de automóviles, y maestro rural, como también lo he sido–
que escritor.
Llegué a la
literatura casi fortuitamente, nunca me preparé para eso. No estudié
formalmente nunca nada ligado a las bellas artes, no asistí a taller literario
alguno. Lamento decepcionarlos si esperaban otra cosa. Empecé a escribir casi
como una necesidad visceral: no podía quedarme callado ante las calamidades que
a diario veía en mi país, la miseria, la injusticia. Era tan horripilante todo
eso –y sigue siéndolo, sin dudas– que me pareció necesario dejar constancia
ante la historia de tanta monstruosidad. ¿Por qué los negros sufrimos tanto?
Como no tenía cámara fotográfica ni teléfono celular para tomar fotos, y mucho
menos como no podía plasmarlo en una película, pensé que tenía que escribir
sobre esa realidad. De haber tenido habilidades plásticas, se los aseguro,
hubiera pintado; de más está decir que no las tengo.
Como ven, entonces,
no soy un inspirado por las Musas. ¿Los sigo defraudando? Simplemente me limité
a poner en un papel –les aclaro que jamás he usado una computadora para
escribir– lo que sentía sobre lo que veía a diario. ¿Ustedes saben lo que es
comer cada dos días… con buena suerte, claro? No pretendo en absoluto ser
melodramático y contarles las infamias más grandes que se puedan imaginar
buscando conmoverlos y hacerles derramar una lágrima. Creo que eso es una
inmoral pornografía de la miseria. Si quieren conmoverse, visiten los lugares
de donde yo vengo, y que me inspiraron a escribir aquello por lo que hoy me
premian.
Insisto: no sé si
soy merecedor de esta tan distinguida presea. No soy un escritor bello –no
estoy hablando de “mi” belleza; me considero más bien feo, de verdad. No soy un
estilista, un sutil y delicado rapsoda, un mago de las palabras. Hay muchísimos
que así han entendido la literatura– y yo también, en definitiva, creo que eso
es el arte literario. Pero yo no soy de esos. Soy más bien rústico, torpe
incluso. No pinto bellezas; hablo, simplemente, de la sufrida vida de mi gente,
de mi sufrida vida.
Intuyo que se me
confiere ahora este premio con un valor simbólico: un negro –¡un negro!– de uno
de los países más pobres que hay. ¿No se trata de una compensación, una forma
de resarcimiento? Los que han leído mi obra –que por cierto no son muchos–
saben que no soy un elegante maestro del lenguaje. ¿Por qué, entonces, este
galardón? Lo agradezco, claro, no dejo de estar contento; creo que es
importante aceptarlo, justamente porque soy un negro de un país extremadamente
pobre. ¿Pero no es un poco tardío el reconocimiento?
Les aseguro que no
soy un resentido contra los blancos. Aunque no les interese saberlo –nadie me
lo está preguntando– uno de mis mejores amigos en mi país es un blanco.
Ustedes, los aquí presentes, la reina de Suecia, toda esta gente importante y
acostumbrada a llevar estos trajes que a mí me parecen camisas de fuerza pero
que, para ustedes, son algo de lo más cotidiano, todos ustedes no son los
responsables directos de nuestras infinitas penurias, como negros y como
pobres. ¿O si?
¿Quién es el
culpable, entonces? En lo que hoy día es Tanzania se sabe que apareció el
primer ser humano de la historia, hace varios millones de años, y de allí se
desplazó por todo el planeta. Por lo que, permítaseme decirlo así, los blancos,
rubios y de ojos celestes actuales son negros desteñidos. ¿Por qué quedamos tan
atrasados? ¿Por qué hemos debido sufrir tantas tropelías? ¿Ustedes se imaginan
Europa repartida desde un escritorio, o debajo de un árbol, en una reunión de
los jefes africanos? La Conferencia de Berlín no fue un chiste, un invento, una
quimera. Ahí repartieron mi continente, mi gente, mis recursos, como niños que
reparten un pastel. ¿Lo sabían, verdad? El 26 de febrero de 1885, en Berlín,
Alemania, 14 varones representantes de otros tantos países –ninguno africano,
valga aclarar–, y presididos por el canciller teutón von Bismarck, sentados
frente a un mapa del África jugaron a repartirse el continente.
Ustedes, se los
digo con todo corazón, ustedes no son los responsables. Ustedes heredaron esa
historia. Ustedes son blancos, ricos, que no saben nada de lo que es el hambre,
y que hoy –¡qué bueno que así sea!– pueden tener un poco de conciencia, de
vergüenza mejor dicho, y pensar en promover un símbolo como lo que en estos
momentos se está consumando en esta sala: reconocer la monstruosidad que sus
antepasados cometieron premiando, quizá inmerecidamente, a un negro, con un
preciado trofeo internacional.
Yo se los
agradezco, muy hondamente, con toda mi alma. Pero vuelvo a decirles lo mismo:
quizá no soy merecedor a esto en tanto escritor. Quizá, sí, en tanto negro, en
tanto pobre. Hasta ahora he sobrevivido muy magramente, con trabajitos
informales o con sueldos del Estado. Ya se imaginan entonces cómo puedo haber
sobrevivido. Nunca viví como escritor. Quizá ahora, devenido Premio Nobel, mi
suerte cambie. No me atrevería a decir: mi próxima “buena suerte”; simplemente
una suerte distinta.
Quizá, como dijo
otro colega –ya le perdí el miedo a esta palabra, ya empezó a gustarme–, el
igualmente laureado con el Nobel, sobreviviente a los campos de concentración,
y símbolo también, el húngaro Kertész, una vez obtenido ese galardón conoció la
tercera dictadura, luego de la nazi y la bolchevique: la dictadura del dinero
–la menos incómoda, se apresuró a aclarar. Tal vez eso me suceda: ahora
llegarán los laureles, los reflectores de la prensa, los amigos que son como
sombras: aquellos que lo siguen a uno solamente porque hay sol. Tal vez –yo diría
que casi con seguridad así sucederá– me atosiguen con conferencias y
presentaciones públicas. ¡Yo, un modesto cerrajero y maestro de escuela! ¿No es
un poco desproporcionado todo esto? ¿Qué podría transmitirles yo?
Probablemente
ustedes esperaban un brillante intelectual, un experto en cuestiones
literarias, un profundo pensador. Pues no. Déjenme decirles que no soy eso;
aunque quisiera, no podría serlo –y sigo decepcionándolos. Por otro lado
–aclaración importante– no quiero serlo tampoco. Ahora ocupo un cargo medio en
el Ministerio de Educación de Tanzania. No sé si realmente hago bien lo que
hago, pero al menos creo mucho en lo que llevo a cabo. En mi país alrededor del
30 por ciento de la población no sabe leer ni escribir –eso se ve mucho más aún
en las mujeres. Por eso, les decía, desde el Ministerio tenemos tanto que hacer
por delante.
Imagínense: en un
país de analfabetos, donde llegar a la escuela secundaria ya es muy difícil, y
la Universidad es casi un lujo inaudito, ¿a quién le pueden importar unos
cuantos cuentos sobre la miseria diaria? Allí la miseria se vive día a día,
hora a hora, no es necesario leerla en un libro.
Por todo eso creo
que es algo desmedido estar recibiendo el Premio Nobel hoy aquí. Podría no
aceptarlo, como en su momento hizo Jean-Paul Sartre. Pero, en realidad, no me
parece lo mejor proceder así. Lo acepto, siempre con la idea que no lo merezco,
que hay mejores escritores que yo –y lo digo muy sinceramente; yo soy un simple
juglar popular que habla de las cosas cotidianas, de la miseria cotidiana. Pero
lo acepto justamente por el valor de símbolo que entiendo conlleva. Lo acepto,
con una condición: que los aquí presentes tomen todos –yo ya lo tomé– el
genuino compromiso de revertir la situación que vive el África.
Sí, así como oyen.
¿Los decepciono? ¿No se esperaban esto? Bueno, perdonen, pero creo que no estoy
pidiendo nada fuera de lugar. ¿En nombre de qué derecho mi población, mis
hermanos, fueron convertidos en esclavos? ¿Con qué derecho nos han saqueado
históricamente como lo han hecho las potencias occidentales? ¿Por qué estamos
condenados a ser los vencidos, los olvidados, los marginales, los miserables?
¿Por qué tenemos que vivir de las infames limosnas de la caridad internacional,
siempre deficientes, siempre a destiempo? ¿Con qué derecho se nos quiere hacer
pagar una inmoral, insoportable y nefasta deuda externa que ningún habitante
del África ha contraído directamente? ¿Cómo olvidar los siglos de explotación,
de ignominia, de degradación que nos tocó soportar, solo por ser negros? ¿Por
qué estamos condenados a soportar una enfermedad como el VIH-SIDA, guerras
fratricidas que nos inventan desde fuera de nuestras fronteras, saqueo
inmisericorde de nuestros recursos?
¿Y si fuera cierto
que pedimos que, a partir de ahora, la monarca del Reino Unido de Gran Bretaña
y la Irlanda del Norte –y por qué no también sus súbditos– hablen idioma
suahili? ¿Y por qué tenemos que aceptar tomar Coca Cola y comer Mc Donald’s?
¿Acaso no tenemos comidas decentes en nuestros pueblos? ¿Con qué derecho se
considera que “la cultura” debe tener por símbolo un Partenón griego –como es
la representación de la UNESCO– y no, por ejemplo, uno de nuestros bohíos?
¿Quién nos ha hecho creer que los blancos son más “cultos” que los negros? ¿Por
qué los negros estamos condenados, si bien nos va, a ser deportistas
profesionales? –los gladiadores modernos para el circo contemporáneo. ¿Acaso
los negros no podemos ser más que delincuentes cuando habitamos en el mundo de
los blancos? ¿Es ese nuestro destino? ¿Inmigrantes ilegales, ladrones, barrios
marginales?
Acepto su blanco
premio, señoras y señores, sólo a condición que ustedes reconozcan en público,
aquí, delante de todas estas cámaras de televisión, que con un Premio Nobel
dado a un negrito no se está resarciendo una mierda la infamia histórica, el
despojo descomunal y la injusticia infinita que se ha cometido en contra de
nuestros pueblos.
Acepto este blanco
premio, no diré manchado de sangre, pero sí condicionado por sus asquerosos
billetes de bancos occidentales, sólo a condición que quede claro que esto es
un inicio –algo payasesco por cierto– de un proceso de reparación que debe
llevar años, siglos quizá. ¿Quién nos va a devolver los bosques desaparecidos?
¿Quién, cómo y cuándo va a pedirnos perdón por la esclavitud a que nos
forzaron? ¿Creen ustedes, por casualidad, que este premio remedia algo? ¡Ni
mierda! Pero lo acepto de todos modos. Muchas gracias”.
mcolussi.blogspot.com
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