domingo, 23 de agosto de 2020

EL RETORNO DEL POETA: Por JUAN CARLOS PRIOTTI


                                               Cuento galardonado en el Concurso Anual de Narrativa (Julio 2020) organizado por el Instituto Peruano de Cultura en Miami - Florida - USA

EL RETORNO DEL POETA


Escribe: JUAN CARLOS PRIOTTI


                                                                       Marchaba hacia días sin nombre,
                                                                       pero el terruño
                                                                       lo llamaba con fuerza irresistible.




     Esteban Valoy, quería escribir en un intento de liberarse de la congoja que le producía el retorno, de la ansiedad hacia la que lo llevaba ese monótono traqueteo del tren, ese borroso sucederse de árboles, casas y gente que estaba más allá de la abierta ventanilla. Quería ser, necesitaba ser, absolutamente sincero consigo mismo. Desentrañar hasta que punto esa nostalgia suya era auténtica, tenía un fondo de verdad que podría, mañana, justificar con un poema.

     ¿Cómo, en qué momento comenzó a escribir? No lo supo hasta desandar el camino del retorno a sus raíces. Cuando llegó a la casa que nació y amó, sintió una soledad que tenía olor a humedad y vejez, y que temblaba en cada cuarto vacío. En la penumbra había un silencio mucho más hondo, que no le pertenecía, y al que se entregaba sin fuerzas, ni palabras… Algo así como sentirse morir de a poco, con la certeza de que nada de lo anterior, de lo conocido y vivido, era realidad ya. Durante segundos que parecían horas, su vida no tenía más horizonte que una soledad sobrellevada con indiferencia, sin dramatismo. Había cicatrizado en él la vieja herida que se llamó ausencia, había logrado reducir su existencia a la rutina de recorrer el patio solariego, contemplando la tarde bajo el pabellón del centenario laurel.

     Así fue como floreció el poema. Esteban Valoy ahora estaba allí,  frente a los recuerdos. Hacía apenas una hora que había retornado. Todavía tenía los ojos húmedos. La tristeza lo rodeaba con sus grandes brazos. Pensaba  que su corazón era como un gran hueco  oxidado, como un gran pozo de soledad. No, él no podía creerlo. Por el lado del cerro hasta donde terminaba el valle, la tierra sin árboles trepaba por sus ojos a cascada, ni una sombra brindaba frescura al paisaje. El escondido son del tiempo que ahonda perfiles en el alma, pasaba y lo rozaba con la mirada alzada en abandono. De su alma habíase adueñado la soledad, de tal modo que no tenía palabras para expresar la tristeza de sus propios pensamientos. Hasta que entró en un remanso de profunda meditación, algo extraño y rebelde le recorrió todo el cuerpo, y los versos surgiéronle solos. Comenzó a escribir:

                                   Con esta voz que me desvela fundo la memoria
                                   al contemplar en este tiempo de lo efímero,
                                   la muerte de los árboles y el vuelo de las aves
                                   que migran en los peldaños del viento.
                                   Esta imagen apenas alcanza para un silencio.
                                   Puede ya la tarde reflejar en mi corazón
                                   el verde de las muertes en verde primavera,
                                   contenida en la orilla más amarga de mi llanto.

     Recordó la casa en que vivió la niñez y la adolescencia, esa antigua casa de madera y chapas de cinc, con galería en frente y un jardín de geranios y jazmines. Y el patio solariego bajo el laurel centenario. En aquel entonces, él tenía 15 años y un prolongado sueño, que solamente sabía de la historia que comenzaba con este viaje en el tiempo hacia las raíces. Después contempló el cielo de velados sentires en las nubes, y durante minutos interminables era todo él una sola llaga ardiente. Luego vino la reflexión del poema. Prosiguió escribiendo:

                                   Este es mi agraz tiempo, digo, y no me asombra
                                   soñar despierto con mi tierna nostalgia de niño,
                                   que me convierte en el poeta que siempre debí ser
                                   la radiante luz de la luna en la noche interminable.

     El recuerdo de la infancia estaba allí, y aún le hablaba como en días distantes:

- Nunca te dejaré solo. Hasta desde la muerte habré de acompañarte, porque te pareces demasiado a un niño. Y yo necesito ser la sangre del lado izquierdo de tu corazón, donde está la vida que vendrá a beber.

     Sonreía tristemente. No, nunca podría olvidar aquellos recuerdos que habrían de acompañarlo para siempre. Pensó que, tal vez cuando sea viejo y la proximidad de la muerte borre definitivamente todos los recuerdos tristes y las soledades, irá en busca de aquel niño que tanto añoró. Ahora podía escribir:

                                   Y me pregunta el sol en el estambre de la tarde,
                                   ¿cuánta semilla crece en la tierra de mi sangre?
                                   La vida sin dolor no existe pero me muestra
                                   lo que es verdad y lo que es leyenda.
                                   Mas la razón me enseña que todo importa
                                   en este siempre nacer con la sed y la nostalgia.

     Recordaba todo, también aquel otoño en el que estrenó un trajecito de marinero, y andaba por calles abandonadas. Recordaba versos escritos en la sonoridad del canto inolvidable del zorzal chalchalero. Poco después supo que no podía vivir sin respirar el mismo aire. El cielo bajó hasta él, y una estrella le iluminó los pensamientos. Eso fue el principio. Y eso fue todo. Luego se inclino sobre el papel en blanco para escribir:

                                   Aunque el sueño queme y me parta en dos la vida,
                                   el conjuro se extiende tan pronto mi corazón
                                    toca el fin de un suspiro demasiado hondo,
                                   sólo por estar libre y vivo sin contar las horas
                                   hasta verterme aquí, con este asedio de la palabra.

     Una gran ternura le iba invadiendo el alma a medida que escribía, rodeado de una aureola de luz que sahumaba una madreselva. Era indudablemente su mensaje cósmico hecho poema, y lo veía crecer en la sublimación. Entonces surgió la otra estrofa:

                                   Soy esta brizna este soplo del sol que me alumbra
                                   para mirar la caída del tiempo en el vacío,
                                   por donde sube a deshora la savia de un pasado
                                   del que apenas heredo su ornada transparencia.

     Si, cuánta luz en el paisaje manso, cuánta luz dueña dolida del verde ausente, ahora la penumbra estaba con él. Porque de esa luz nacía su mirada, en que se deleitaba a solas con el recuerdo, signado por el paso del tiempo. El valle de agudos ecos y pastos grises, se estaba mereciendo la estrofa. Continuó el poema:

                                    He nombrado mi tierra y le escribo desde el amor
                                   tejido con los hilos de una larga ausencia.
                                   Pero a tal suerte de hurgar con la mirada distante
                                   en la urdimbre de su vasto cielo, yo estoy tan cerca,
                                   ¡tan cerca que me pierdo en la luz de su tiniebla!

      Después el sol como una gran boca de sangre que se comía el horizonte de cerros,  sentimentalmente le recordaba momentos vividos en comunión de sueños. La luna, por ejemplo, esa eterna cómplice de Afrodita donde la poesía no tenía palabras, o aquel amanecer que lo sorprendía después de recorrer la noche contando estrellas. Ahora él estaba allí, ausente y presente de tan extraña manera, desovillando recuerdos y olvidos. Encendió un cigarrillo y entornó los ojos para reconstruir la imagen del tren que lo trajo hacia largos días de felicidad. Se dijo en voz alta:

- La felicidad no tiene historia y si lo tiene, se escribe en otra forma, con otro lenguaje…
     Luego irrumpió el silencio, un silencio cómplice que le permitía escuchar las voz de su pensamiento recordando todo, una casa, un árbol, un cielo, una lágrima. Y sin caer en los extremos de un monólogo infinito, decidió escribir la última estrofa:

                                   Por maldad o por olvido algunos sueños perecieron
                                   para volver a nacer con este retorno a mis raíces,
                                    siendo sublime epifanía sobre atalaya de pájaros
                                   en un desierto que media entre el humo y la ceniza,
                                   donde un laurel sueña con su sombra perdida
                                   junto a mis lágrimas que vierto en dulce intimidad.

     Dejó el lápiz sobre la mesa por unos minutos y sonrió. Por primera vez sonrió sin tristeza. Leyó lentamente todo el poema, y levantó los ojos hacia el crepúsculo que comenzaba a teñir de rojo la cima de los cerros. Volvió a recordar la historia de pobreza y de coraje que había sido la de su niñez y adolescencia, y al releer el poema en voz alta le pareció que el crepúsculo sonreía.

     -Oh, mi Dios… -dijo casi feliz. Volvió a tomar el lápiz y escribió el título sobre la primera carilla:       
                                               Sombras de mi Valle Azul

     Y al mirar el cielo con los ojos húmedos, comenzó a llover una lluvia de árboles y de pájaros sobre el valle. Después, en una regresión de imágenes, recobró el rostro de aquel niño añorado, diciendo:

-Tú sabes, sueño mío, que no es cierto. Pero toda verdad necesita de una pequeña mentira…

     La noche entraba por la ventana y la luz de las primeras estrellas ya estaba en el corazón de Esteban Valoy.
    











    




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