Cuento galardonado en el Concurso Anual de Narrativa (Julio 2020) organizado por el Instituto Peruano de Cultura en Miami - Florida - USA
EL RETORNO DEL POETA
Escribe: JUAN CARLOS PRIOTTI
Marchaba
hacia días sin nombre,
pero
el terruño
lo
llamaba con fuerza irresistible.
Esteban Valoy, quería escribir en un intento de liberarse de la congoja
que le producía el retorno, de la ansiedad hacia la que lo llevaba ese monótono
traqueteo del tren, ese borroso sucederse de árboles, casas y gente que estaba
más allá de la abierta ventanilla. Quería ser, necesitaba ser, absolutamente
sincero consigo mismo. Desentrañar hasta que punto esa nostalgia suya era
auténtica, tenía un fondo de verdad que podría, mañana, justificar con un
poema.
¿Cómo, en qué momento comenzó a escribir?
No lo supo hasta desandar el camino del retorno a sus raíces. Cuando llegó a la
casa que nació y amó, sintió una soledad que tenía olor a humedad y vejez, y
que temblaba en cada cuarto vacío. En la penumbra había un silencio mucho más
hondo, que no le pertenecía, y al que se entregaba sin fuerzas, ni palabras…
Algo así como sentirse morir de a poco, con la certeza de que nada de lo
anterior, de lo conocido y vivido, era realidad ya. Durante segundos que
parecían horas, su vida no tenía más horizonte que una soledad sobrellevada con
indiferencia, sin dramatismo. Había cicatrizado en él la vieja herida que se
llamó ausencia, había logrado reducir su existencia a la rutina de recorrer el
patio solariego, contemplando la tarde bajo el pabellón del centenario laurel.
Así fue como floreció el poema. Esteban Valoy ahora estaba allí, frente a los recuerdos. Hacía apenas una hora
que había retornado. Todavía tenía los ojos húmedos. La tristeza lo rodeaba con
sus grandes brazos. Pensaba que su
corazón era como un gran hueco oxidado,
como un gran pozo de soledad. No, él no podía creerlo. Por el lado del cerro
hasta donde terminaba el valle, la tierra sin árboles trepaba por sus ojos a
cascada, ni una sombra brindaba frescura al paisaje. El escondido son del
tiempo que ahonda perfiles en el alma, pasaba y lo rozaba con la mirada alzada
en abandono. De su alma habíase adueñado la soledad, de tal modo que no tenía
palabras para expresar la tristeza de sus propios pensamientos. Hasta que entró
en un remanso de profunda meditación, algo extraño y rebelde le recorrió todo
el cuerpo, y los versos surgiéronle solos. Comenzó a escribir:
Con
esta voz que me desvela fundo la memoria
al
contemplar en este tiempo de lo efímero,
la
muerte de los árboles y el vuelo de las aves
que
migran en los peldaños del viento.
Esta
imagen apenas alcanza para un silencio.
Puede
ya la tarde reflejar en mi corazón
el
verde de las muertes en verde primavera,
contenida
en la orilla más amarga de mi llanto.
Recordó la casa en que vivió la niñez y la adolescencia, esa antigua
casa de madera y chapas de cinc, con galería en frente y un jardín de geranios
y jazmines. Y el patio solariego bajo el laurel centenario. En aquel entonces,
él tenía 15 años y un prolongado sueño, que solamente sabía de la historia que
comenzaba con este viaje en el tiempo hacia las raíces. Después contempló el
cielo de velados sentires en las nubes, y durante minutos interminables era
todo él una sola llaga ardiente. Luego vino la reflexión del poema. Prosiguió
escribiendo:
Este
es mi agraz tiempo, digo, y no me asombra
soñar
despierto con mi tierna nostalgia de niño,
que
me convierte en el poeta que siempre debí ser
la
radiante luz de la luna en la noche interminable.
El recuerdo de la infancia estaba allí, y aún le hablaba como en días
distantes:
- Nunca te dejaré solo. Hasta desde
la muerte habré de acompañarte, porque te pareces demasiado a un niño. Y yo
necesito ser la sangre del lado izquierdo de tu corazón, donde está la vida que
vendrá a beber.
Sonreía tristemente. No, nunca podría olvidar aquellos recuerdos que
habrían de acompañarlo para siempre. Pensó que, tal vez cuando sea viejo y la
proximidad de la muerte borre definitivamente todos los recuerdos tristes y las
soledades, irá en busca de aquel niño que tanto añoró. Ahora podía escribir:
Y
me pregunta el sol en el estambre de la tarde,
¿cuánta
semilla crece en la tierra de mi sangre?
La
vida sin dolor no existe pero me muestra
lo
que es verdad y lo que es leyenda.
Mas
la razón me enseña que todo importa
en
este siempre nacer con la sed y la nostalgia.
Recordaba todo, también aquel otoño en el que estrenó un trajecito de
marinero, y andaba por calles abandonadas. Recordaba versos escritos en la
sonoridad del canto inolvidable del zorzal chalchalero. Poco después supo que
no podía vivir sin respirar el mismo aire. El cielo bajó hasta él, y una
estrella le iluminó los pensamientos. Eso fue el principio. Y eso fue todo. Luego
se inclino sobre el papel en blanco para escribir:
Aunque
el sueño queme y me parta en dos la vida,
el
conjuro se extiende tan pronto mi corazón
toca el fin de un suspiro demasiado hondo,
sólo
por estar libre y vivo sin contar las horas
hasta
verterme aquí, con este asedio de la palabra.
Una gran ternura le iba invadiendo el alma a medida que escribía,
rodeado de una aureola de luz que sahumaba una madreselva. Era indudablemente
su mensaje cósmico hecho poema, y lo veía crecer en la sublimación. Entonces
surgió la otra estrofa:
Soy
esta brizna este soplo del sol que me alumbra
para
mirar la caída del tiempo en el vacío,
por
donde sube a deshora la savia de un pasado
del
que apenas heredo su ornada transparencia.
Si, cuánta luz en el paisaje manso, cuánta luz dueña dolida del verde
ausente, ahora la penumbra estaba con él. Porque de esa luz nacía su mirada, en
que se deleitaba a solas con el recuerdo, signado por el paso del tiempo. El
valle de agudos ecos y pastos grises, se estaba mereciendo la estrofa. Continuó
el poema:
He nombrado mi tierra y le escribo desde el
amor
tejido
con los hilos de una larga ausencia.
Pero
a tal suerte de hurgar con la mirada distante
en
la urdimbre de su vasto cielo, yo estoy tan cerca,
¡tan
cerca que me pierdo en la luz de su tiniebla!
Después el sol como una gran boca de sangre que se comía el horizonte de
cerros, sentimentalmente le recordaba
momentos vividos en comunión de sueños. La luna, por ejemplo, esa eterna
cómplice de Afrodita donde la poesía no tenía palabras, o aquel amanecer que lo
sorprendía después de recorrer la noche contando estrellas. Ahora él estaba
allí, ausente y presente de tan extraña manera, desovillando recuerdos y
olvidos. Encendió un cigarrillo y entornó los ojos para reconstruir la imagen
del tren que lo trajo hacia largos días de felicidad. Se dijo en voz alta:
- La felicidad no tiene historia y si
lo tiene, se escribe en otra forma, con otro lenguaje…
Luego irrumpió el silencio, un silencio cómplice que le permitía
escuchar las voz de su pensamiento recordando todo, una casa, un árbol, un
cielo, una lágrima. Y sin caer en los extremos de un monólogo infinito, decidió
escribir la última estrofa:
Por
maldad o por olvido algunos sueños perecieron
para
volver a nacer con este retorno a mis raíces,
siendo sublime epifanía sobre atalaya de
pájaros
en
un desierto que media entre el humo y la ceniza,
donde
un laurel sueña con su sombra perdida
junto
a mis lágrimas que vierto en dulce intimidad.
Dejó el lápiz sobre la mesa por unos minutos y sonrió. Por primera vez
sonrió sin tristeza. Leyó lentamente todo el poema, y levantó los ojos hacia el
crepúsculo que comenzaba a teñir de rojo la cima de los cerros. Volvió a
recordar la historia de pobreza y de coraje que había sido la de su niñez y
adolescencia, y al releer el poema en voz alta le pareció que el crepúsculo
sonreía.
-Oh, mi Dios… -dijo casi feliz. Volvió a tomar el lápiz y escribió el
título sobre la primera carilla:
Sombras
de mi Valle Azul
Y al mirar el cielo con los ojos húmedos, comenzó a llover una lluvia de
árboles y de pájaros sobre el valle. Después, en una regresión de imágenes,
recobró el rostro de aquel niño añorado, diciendo:
-Tú sabes, sueño mío, que no es
cierto. Pero toda verdad necesita de una pequeña mentira…
La noche entraba por la ventana y la luz de las primeras estrellas ya
estaba en el corazón de Esteban Valoy.
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